Miguel Hernández es uno de los poetas españoles que más
admiración puede despertar entre los amantes del verso. Su evolución casi
autodidacta en el mundo de las letras y el estudio desde que era un pastor
hacen todavía más inmenso el reconocimiento que hay que tener a sus
composiciones. Nanas de la cebolla está dedicado a su segundo hijo (el primero
murió con pocos meses), Manuel Miguel, y guarda en cada palabra una
desesperación curada únicamente por el anhelo de verle.
Miguel Hernández, posicionado en el bando republicano en esa
desgracia española llamada Guerra Civil, fue ingresado en prisión al término de
la misma, en 1939. Allí poco puede hacer más allá de “escribir o desesperarme”
como él mismo confirma en una carta enviada a su esposa, Josefina. Es
precisamente una de las cartas de su mujer la que le hace escribir Nanas de la
cebolla. Josefina le habla de su pobreza y de que ella y su hijo sólo tienen para
comer pan y cebolla. Miguel Hernández, desde su celda, le respondería poco
después con estos versos (y que yo recomiendo, además, leer acompañando a
Serrat en su transformación musical de los mismos)
La
cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
En la
cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.
Una mujer
morena
resuelta en luna
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te tragas la luna
cuando es preciso.
Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en los ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que mi alma al oírte
bata el espacio.
Tu
risa me hace libre,
me pones alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.
Es tu
risa la espada
más victoriosa,
vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir
de mis huesos
y de mi amor.
La carne aleteante,
súbito el párpado,
el vivir como nunca
coloreado.
¡Cuánto jilguero
se remonta, aletea,
desde tu cuerpo!
Desperté
de ser niño:
nunca despiertes.
Triste llevo la boca:
ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma.
Ser
de vuelo tan alto,
tan extendido,
que tu carne es el cielo
recién nacido.
¡Si yo pudiera remontarme al origen
de tu carrera!
Al octavo
mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.
Frontera
de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes de abajo
buscando el centro.
Vuela,
niño, en la doble
luna del pecho:
él, triste de cebolla,
tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.
PATRICIA MARTINEZ
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